Las circunstancias que se generan o que se conjugan ciertas veces se vuelven un poco difusas de explicar o simplemente de entender. Miles de acciones realizamos cada día, como un algoritmo le indica a una computadora como procesar y actuar de acuerdo a cálculos matemáticos programados. Una rutina simplificada y estructurada en el que los movimientos ya ensayados nos aseguran la tranquilidad de una vida diaria sin mayor sobresaltos y en que los sobresaltos mismo ya los hemos programado, una discusión proyectada, un enojo citado para tal día y a cierta hora. Olvidando el porqué de la situación problemática pero cumpliendo con nuestro sagrado postulado de desempeño diario. El engranaje perfecto, sincronizado, milimétrico, con cada célula que nace y muere con sus reacciones puestas de forma tal que una estructura mayor y sistemática se encamina a administrar cada paso, cada respiración y suspiro, cada dedo que doblamos para hacer efectiva nuestras manualidades, cada parpadear de los 11.500 diarios, cada litro de sangre que hace un recorrido eterno de oxigenación y limpieza en nuestro organismo, cada palabra que se conjuga en nuestro aparato fonador como la confirmación de que nuestro diccionario es una especie de reciclaje mal hecho, cada frase y cada procesamiento que nuestro cerebro hace de las palabras como una unidad y no de las letras por sí mismas, cada autobús que tomamos confiando ciegamente en sus letreros y direcciones, cada sabana que aplanamos y destruimos como una pelea perdida con nuestro descansar. Las cosas deberían ser mucho más simples que de costumbre con todo un proceso administrativo supervigilando nuestras vidas e interacciones con otros sistemas administrativos y premiosos. Una mirada programada, un paso ya destinado, un odio esperado, una sonrisa fabricada bajo la planificación de la eficacia social. Una rutina simplemente escrita desde una vez por todas, desde la primera y única vez que fue nueva y pasó a conformar una generación de genes y síntesis de proteínas en nuestro cerebro, aplicándose comercialmente convirtiendo la aventura en protocolo. La impremeditación ya es una línea escrita y un espacio generado en nuestro libro diario, ya es lo que esperamos que no sea, algo intangible que sospechamos nos entregara una sensación placentera de satisfacción. Una riqueza, una vela sin palo mayor en el peor de los huracanes, una invisible masa de aire, una tristeza en la mirada, la melancolía en los pasos de un anciano, las señales que se forma en las preguntas de un niño, lo que un mimo logra entregarte sin siquiera moverse, lo que toma tu garganta y roza tu estomago cuando sientes amar. Lo que simplemente no se puede programar, no se puede escribir en la memoria eléctricamente a través de polos negativos y positivos o través de un quemado laser. Pero que refutación si las generaciones de actuaciones ya la hemos olvidado, hemos gritado en una bobada y tan embrollada racionalidad de vida que deja de ser su fin último para ser una transfusión planificada. Pero de esas transfusiones que bien poco sabemos de buena tinta. Una respiración, dos respiraciones, tres respiraciones, cuatro respiraciones y sucesivamente hasta diez, puede ser que tal vez logremos descubrir y quitar esa contraseña concluyendo con una mirada, pero no una gestionada a través de un proceso de captación de luz y conversión de impulsos eléctricos, sino uno simplemente de verdad, como la mirada de un bebe hacia sus padres, esa que si es por primera vez, esa que marcara su generación personal y su proceso de socialización primaria y durante toda su vida. Tan sólo por 10 respiraciones, tan sólo una mirada como si fuera la primera vez que lo hacemos, una sorpresa, un nerviosismo, una emoción, una vergüenza y nueva una improvisación.
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